NOSTRA AETATEPAULO OBISPO
Proemio1. En nuestra época en que el género humano se une cada vez más estrechamente y aumentan los vínculos entre los diversos pueblos, la Iglesia considera con mayor atención en qué consiste su relación con respecto a las Religiones no cristianas. En cumplimiento de su misión de fomentar la unidad y la Caridad entre los hombres y, aun más, entre los pueblos, considera aquí ante todo aquello que es común a los hombres y que conduce a la mutua solidaridad. Todos los pueblos en efecto, forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre toda la haz de la tierra[1], y tienen también un fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos[2], hasta que se unan los elegidos en la Ciudad Santa que será iluminada por el resplandor de Dios y en la que los pueblos caminarán bajo su luz[3]. Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer conmueven su corazón: qué es el hombre, cuál es el sentido y qué fin tiene nuestra vida, qué es el bien y el pecado, cuál es el origen y el fin del dolor, cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad, qué es la muerte, el juicio, y la retribución después de la muerte, qué es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos. [1] Cf. Hech. 17, 26. [2] Cf. Sab. 8, 1; Hech. 14, 17; Rom. 2, 6-7; I Tim. 2, 4. [3] Cf. Apoc. 21, 23 s. Las diversas Religiones no Cristianas2. Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días se encuentra en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el reconocimiento de la Suprema Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y reconocimiento penetra toda su vida de un íntimo sentido religioso. Las religiones, en contacto con el progreso de la cultura, se esfuerzan por responder a dichos problemas con nociones más precisas y con un lenguaje más elaborado. Así, en el Hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición ya sea mediante las modalidades de la vida ascética, ya sea a través de profunda meditación, ya sea buscando refugio en Dios con amor y confianza. En el Budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con un espíritu devoto y confiado, pueden adquirir, el estado de perfecta liberación, o llegar a la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos o apoyados en un auxilio superior. Así también las demás religiones que se encuentran en todo el mundo, se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados. La Iglesia Católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, por más que discrepen en muchas cosas de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn., 14, 7), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas[4]. Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y a colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen. [4] Cf. II Cor. 5, 18-19. La religión del Islam3. La Iglesia mira también con aprecio a los Musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra[5], que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran también someterse con toda el alma, como se sometió a Dios Abraham con quien la fe islámica gustosamente se relaciona. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María su Madre virginal y a veces también la invocan devotamente. Esperan además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto aprecian la vida moral y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno. Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y Musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren sinceramente la mutua comprensión, defiendan y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y libertad para todos los hombres. [5] Cf. S. Gregorio VII, Epist. XXI, ad Anzir (Nacir), regem Mauritaniae, PL 148, col. 450 s. La religión Judía4. Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los Cristianos, hijos de Abraham según la fe[6], están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de la esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los Gentiles[7]. Cree, pues la Iglesia que Cristo, nuestra Paz, reconcilió por la cruz a Judíos y Gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en Sí mismo[8]. La Iglesia tiene siempre además ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, "a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, de quienes procede Cristo según la carne" (Rom., 9, 4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo. Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita[9], y gran parte de los Judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión[10]. No obstante, según el Apóstol, los judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación[11]. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y "le servirán como un solo hombre" (Sofon., 3, 9)[12]. Siendo, pues, tan grande el patrimonio espiritual común a Cristianos y Judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno. Aunque las autoridades de los Judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo[13], sin embargo, lo que en su pasión se hizo, no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los Judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los Judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis, ni en la predicación de la Palabra de Dios. Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los Judíos, e impulsada no por razones políticas sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y de cualquier persona contra los Judíos. Por lo demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente, movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia. [6] Cf. Gal. 3, 7. [7] Cf. Rom. 11, 17-24. [8] Cf. Ef. 2, 14-16. [9] Cf. Luc. 19, 42. [10] Cf. Rom. 11. 28. [11] Cf. Rom. 11, 28-29: "Es verdad que en orden al Evangelio, son enemigos por ocasión de vosotros; más con respecto a la elección de Dios son muy amados por causa de sus padres, pues los dones y vocación de Dios son inmutables. Cfr. Const. dogm. "Lumen Gentium", A.A.S. 57 (1965) p. 20. [12] Cf. Is. 66, 23; Salm. 65, 4; Rom. 11, 11-32. [13] Cf. Jn. 19, 6. Fraternidad universal y exclusión de toda discriminatión 5. No podemos invocar a Dios Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios. La relación del hombre para con Dios Padre y con los demás hombres sus hermanos están de tal forma unidas, que dice la Escritura: "el que no ama, no ha conocido a Dios" (I Jn., 4, 8). Así se elimina el fundamento de toda teoría o práctica que introduce discriminación entre los hombres y entre los pueblos, en lo que toca a la dignidad humana y a los derechos que de ella dimanan. La Iglesia, por consiguiente, reprueba, como ajena al espíritu de Cristo cualquier discriminación o vejación realizada por motivos de raza o color, de condición o religión. Por esto, el Sagrado Concilio, siguiendo las huellas de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, ruega ardientemente a los fieles que, "observando en medio de las naciones una conducta ejemplar" (I Ped., 2, 12), si es posible, en cuanto de ellos depende, tengan paz con todos los hombres[14], para que sean verdaderamente hijos del Padre que está en los cielos[15]. Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Declaración fueron del agrado de los Padres. Y Nos, con la potestad Apostólica conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos: decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios. Roma, en San Pedro, día 28 de octubre de 1965. [14] Cf. Rom. 12, 18. [15] Cf. Mt. 5, 45. |